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El Blues del Comanche

1.

La agencia de detectives Romero se ubicaba en un segundo piso en la avenida Flagler, en un complejo de oficinas de color flan que disimulaba el olor rancio de sus tapetes con ambientador Glade de aroma a cinnamon.

—Tome asiento. —Romero recibió al Comanche, en su escritorio, vestido en ropa deportiva y frente a una taza de café con leche.

—Es una falta de consideración que me haya despertado un domingo a las 7:30 de la mañana.

—Apesta a licor a tres cuadras, Comanche.

—Eso no es su problema, es fin de semana —reclamó el Comanche con los ojos vidriosos, la boca pastosa y la frente perlada de sudor.

Antes de salir a la agencia Romero, bajo el chorro de agua tibia de la ducha, mientras le deslizaba la espuma mentolada del shampoo por el pecho y la espalda, el Comanche trató de hacer un inventario de recuerdos de la noche anterior en la barra del Aruba, pero, acaso, revivieron unas pocas imágenes de escotes, vasos casi vacíos donde nadaban colillas, botellas de Heineken, idas y venidas al baño con su paquetito de platina con ese polvo blanco que le desbocaba el corazón e inyectaba de hombría, al final— eso sí lo tenía claro—, la última por cuenta de la casa, cortesía de su amigo el barman, Tony el vasco, que cuadró caja e hizo cuentas a puerta cerrada, con canciones de Héctor Lavoe de fondo.

El officer Pérez de Miami Beach, viejo colega de Romero, llamó para solicitar sus servicios. Lo hacía cada vez que necesitaban un trabajo minucioso o esclarecer y ocultar algo para que no trascendiera en las noticias. Esta vez era un poco de las dos cosas: encontraron el cuerpo de un sujeto, Gregorio Lizárraga, treinta y ocho años, en el Venetian Causeway, la madrugada de sábado para domingo. No tenía heridas de bala ni de puñal, pero sí una fractura en la base del cráneo y marcas de forcejeo en el cuello y los brazos. No llevaba billetera, ni documentación, ni celular: solo una mochila con un cuaderno con lo que parecía el desarrollo de una historia, y una libreta con anotaciones de descripciones de personas y escenas y en la primera página, su nombre. Tras un screening, supieron que trabajaba en La Chismosa, una taquería en la Washington Ave.

Al tratarse de una zona exclusiva como el Venetian Causeway, había que dar una explicación de lo ocurrido a los vecinos. Fue una pareja de residentes la que alertó a la policía a las cinco de la mañana. Romero acomodó sobre el escritorio las fotos de Lizárraga que el officer Pérez le había enviado al e-mail. Ya tenía reservado el motelito de Alton Road que le gustaba al Comanche; lo mejor era que esa misma tarde llegara a Miami Beach y abriera el caso desde el lunes a primera hora, aquí tenía tres billetes de cien para sus comidas. Al Comanche no le disgustaba la idea de perderse por las palmeras, el mar turquesa y las turistas de Miami Beach y acató sin problema.

—Me reporta avances al final de cada jornada.

—¿Eso es todo?

—Sí, ¿por qué?

—Es muy poca la información de Lizárraga. ¿Dónde vivía?

—Negativo, Comanche, no tenemos la dirección.

—Consígala.

—De hoy no pasa, lo resuelvo con el officer Pérez.

—¿Y el levantamiento de huellas?

—Tendremos que darles un par de días. Huellas y ADN.

—Así que, de momento, solo tenemos que Gregorio Lizárraga cayó al asfalto y murió de un impacto en el occipital como producto de un forcejeo.

—Afirmativo.