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San Gíver

A Pedro Lluen, como todo, como siempre 

 

Perú contra Ecuador, eliminatorias 2014. Los días previos al partido, Carmona se había llenado la boca diciendo que los peruanos irían a Ecuador a dar clases de fútbol, que con los cuatro fantásticos —Pizarro, Guerrero, Farfán y Vargas— el Perú ya estaba en el mundial y que por lo menos por dos pepas ganábamos.

El día del partido, Carmona llegó al bar de la 13 Street y Washington Avenue cerca de las 4:00. Llevaba puesta su camiseta del “Fantástico – Pizarro”. Pidió una Heineken y una porción de papitas fritas y se acodó a mi lado en la barra. Se había escapado del trabajo temprano para ver el fútbol, eso dijo. Apenas Carmona había dado un sorbo a su cerveza, cuando ya los equipos estaban en la cancha. ¡Salud! Choque botellas.

Qué partido tan malo. Primer tiempo sin goles. Segundo tiempo, minuto setenta, ¡pin!: gol de Ecuador y, en el ochentainueve, ¡pun!: otro gol más de los monos. Perú no metió ninguno, la defensa fue un desastre y el resto de jugadores corrió sin ningún norte con los brazos flojos como muñecos de trapo. Noventa minutos de aburrimiento: tomé cinco cervezas y me comí casi todas las papitas de Carmona.

—Ya vendrán tiempos mejores para nuestro fútbol —dijo Carmona tras el pitazo final, buscando acomodarse con la derrota.

—Sí, ya perderán por menos goles.

—No seas tan pesimista. Esperanza, huevón, la esperanza es lo último que se pierde.

—No seas imbécil, Carmona, la esperanza extrema es fe y la fe en el fútbol no existe.

Carmona doblaba y desdoblaba una servilleta. Pensaba su respuesta, o en todo caso pensaba en lo que iba a decir, pues se inspiró —a veces lo hace— e hizo un observación que poco tenía que ver con el tema. Los días de fútbol, dijo, la gente en Miami vive como si estuviese en su país: se reúne con los de su país, ve el partido en algún restaurante de su país, se viste con el uniforme de su selección y cosas así. La ciudad era como una gran fiesta, pero una fiesta a la que cada invitado llevaba su propia música.

Cuando dijo esto último me quedó mirando y soltó la servilleta. Yo me levanté de la silla, le dije que me diese un minuto y fui al baño. No tardé mucho, pero al regresar, Carmona ya no estaba. La bartender, Julieta, me dijo que Carmona había tenido que irse volando de regreso al trabajo. Desde ese día no volví a saber más de él, hasta el lunes pasado, que le mandé un text y le pregunté sus planes para el jueves de Thanks Giving. Su respuesta fue: will be working like a dog, conche su madre…así que me organicé por otro lado.

Hablando por aquí y por allá con uno y otro, salieron varios planes: unos argentinos me invitaron a un asado, unos peruanos a comer chifa, unos mexicanos a tomar tequila y chelas, y unos colombianos a una cena.

Decidí ir a la cena de mis amigos colombianos. Encargué un arroz con leche a una peruana que prepara postres muy buenos. Cuando hice el pedido, le pregunté por curiosidad cómo celebraría Thanks Giving.

—Comiendo pollo a la brasa, tomado Inca Kola y viendo Univisión —respondió.

El día de Thanks Giving, antes de ir a la casa de mis amigos colombianos, paré en el supermercado Varadero a comprar chicles y una botella de agua para el camino. La cajera Yuzmari —a quien ya conozco— me recomendó el rabo encendido del Deli para mi cena de San Gíver. Está riquísimo, asere: calientito, barato y bien servido. Le dije que gracias, pero que llevaría un postre peruano a mi cena. Entonces estiró la mano, me alcanzó un flyer del supermercado y dijo que lo guarde porque ahí estaban las ofertas de las crismas. Pagué. Le deseé un feliz Thanks Giving. Guardé el flyer y me fui.

En el carro miré el flyer. Varadero Market Holiday Specials: Rabo encendido for Thanks Giving y Lechón horneado for Christmas. Arranqué y puse el disco Honestidad Brutal de Calamaro.

La velada en la casa de mis amigos colombianos fue agradable -aunque se le extrañó a Carmona, todos preguntaron por él cuando me vieron llegar solo-. Antes de comer tomamos vino y comimos trocitos de chicharrón, conversamos sobre el panorama político gringo, sobre comida peruana, y cuando empezábamos con la última fecha de las eliminatorias, la dueña de casa dijo que podíamos pasar al comedor.

En el comedor nos sentamos ante una mesa dispuesta de arroz con coco, cerdo, arroz con leche —el mío—, ensalada de lechuga con queso de cabra y fresas. Antes de servirnos, uno de mis amigos colombianos pidió la palabra y rezó El padre nuestro. Los demás lo acompañaron. Yo no recé, solo miré a cada uno: ojos cerrados, cabeza gacha, manos juntas y algunas lágrimas. Después comimos… que rico estuvo todo.

Durante la sobremesa retomamos el tema de las eliminatorias: ¿qué le pasaba a la defensa de Perú? Parecía que Perú tenía buen equipo, pero no le ganaba a nadie. ¿Y Colombia? ¿Colombia qué? La siguiente fecha, Perú contra Colombia, la verían en un restaurante colombiano de la 40 Street, en la Cabaña Paisa – ese era el point de todos los colombianos de Kendall, dijeron- Pero la sobremesa fue breve, quince o veinte minutos. La gente había comido mucho y estaba muy llena… ya se escapaban los primeros bostezos —y supongo que también los pedos—. Nos despedimos. Le mandaron muchos saludos a Carmona.

Ya cerca a mi casa, en el Macarthur Causeway, con la mirada perdida en el océano calmo de Biscayne Bay y los edificios de South Beach que encierran a la bahía,  pensaba en mis amigos colombianos y sus preparativos para el siguiente partido de Colombia. Y sí, en gran parte era cierto lo que decía Carmona: Miami es como una fiesta de cubanos, venezolanos, argentinos, colombianos, peruanos, mexicanos, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, brasileños, españoles, italianos, rusos, polacos, que bailan su propia música al ritmo de esta gran ciudad.

Ojalá, queridos amigos, hayan pasado un gran día de San Gíver.