Una de las cosas que menos me gusta de Miami es que tiene muy pocos cafecitos bohemios donde pueda sentarme a leer toda la tarde. Abundan, sí, los Starbucks, pero esas factorías de café que han colonizado la ciudad por sus cuatro costados —y a las que, por cierto, destino prácticamente la mitad de mi salario— son más una suerte de mobile office para empresarios que giran en círculos con el celular en el oído, o para ciber empresarios de E-Bay o Mercado Libre.
Una de las cosas que más me gusta de Miami es su capacidad de sorpresa. Al doblar la calle puedes encontrarte caminando en Española Way, una callecita empedrada de aceras rojas agrietadas que no ha caído rendida ante el neón de South Beach, y toparte de narices con un lugar como “A La Folie Cafe”, un rinconcito con olor a café pasado, con máquina de café a la antigua, y con el ruido del choque de la porcelana entre tazas y platos que tanto se echa de menos en Miami. Un lugar tan bohemio como cualquier “huequito” de Montmartre que, como supe después de sentarme a chismosear varias noches con la excusa de tomarme un espresso y comer algo, abrió sus puertas hace doce años.
Olivier Corre, el dueño, cada mañana pedalea en su bicicleta hasta “A La Folie”, listo para pararse tras el mostrador o ponerse el sombrerito de chef, él fue quien creó el menú y eligió la decoración: mesas de madera, una barra, suelo de mosaicos negro y blanco y uno que otro afiche de La Bohème francesa en las paredes. Un ambiente austero y clásico, poco usual en Miami, que ha logrado encandilar a muchos. Más de la mitad de los comensales que ocupan las mesas de “A La Folie” son clientes que van a diario y no hace falta preguntarles qué van a querer servirse; incluso hay algunos que van más de una vez al día. Aunque Olivier no puede recomendar un plato preferido —pues todos son como sus hijos y no es “ético” querer a uno más que a otro—, yo me atrevería a decir que, de entrada, la sopa de cebollas es imbatible: gana por KO a cualquier otra que haya tomado en mi vida, y que para cerrar, el sandwich Roast de Printemps da más que la talla. En lo que respecta al café, solo he tomado su espresso y de ahí no he salido porque me encanta.
Este pedacito de Francia, que ha sabido adaptarse muy bien a las palmeras de Miami Beach, está abierto los siete días de la semana, de nueve de la mañana hasta la media noche, hora en que Olivier vuelve a subir a su bicicleta para pedalear de regreso a casa.
Una de las cosas que menos me gusta de Miami es la falta de cafecitos bohemios. Una de las cosas que más me gusta es que los haya contados con los dedos. Resulto contradictorio, es cierto, pero así los disfruto más, así mantienen ese encanto que me hace reservar las páginas de una buena novela para perderme toda una tarde sin relojes ni calendarios. Para lo demás, siempre habrá una factoría de café a la vuelta de la esquina.