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La ciudad de la ilusión

 

El sábado conversaba con Carmona en el Sushi Bar de la Washington Avenue con la 14th Street. Carmona apuraba una Corona tras otra. Estaba emocionado, dijo, porque Rubén, su hermano, llegaría al día siguiente a visitarlo por unos días. Sé —en otras oportunidades lo hemos hablado— que desde hace ocho años Carmona y Rubén no se ven. Desde que Carmona dejó el Perú solo han tenido contacto por correo electrónico, acaso por teléfono. Hasta el último día en que Carmona estuvo en Lima, Rubén le dijo que no se fuera, que las cosas en el Perú mejorarían poco a poco, que tuviera paciencia. Pero a Carmona lo habían despedido del almacén textil en el que trabajaba, llevaba más de un año buscando empleo y no conseguía nada. Por eso decidió irse a Miami. Lima lo estaba aplastando, asfixiando; necesitaba sentir la ilusión de empezar de nuevo. Buscar un trabajo. Y eso fue lo que hizo ni bien llegó. Nunca ha dejado de trabajar: ha barrido una peluquería en la Pequeña Habana, lavado carros en un Car Wash de Westchester, tomado fotos a turistas en Bayside, cargado bolsas con ropa sucia en una lavandería. Ahora es Assistant Manager en una taquería de Lincoln Road, va y viene en bicicleta al trabajo y gana el dinero suficiente para vivir en un studio en South Beach, pagar su celular y tomar algunas cervezas los fines de semana.

Cuando en la mesa había ya catorce botellas vacías, de las cuales solo dos había tomado yo, Carmona, con los ojos vidriosos y perdidos en el neón azul que flota por la atmósfera del Sushi Bar, dijo que mejor se iba, una cerveza más y no se levantaría al día siguiente para recoger a Rubén del aeropuerto. Nos despedimos. Se confundió en el hormiguero de gente que viene y va por Washington Avenue. Y yo también me fui.

En mi casa serví un vaso con Coca Cola Zero, abrí una bolsa de Doritos Cool Ranch y encendí el ordenador para revisar mi e-mail. En el inbox había un correo breve de mi amigo Pedro Lluen, amante enfermizo de Miami, que a sus treintaipocos años ha sabido hacerse de una jugosa fortuna. Dentro de unos días llegaría a Miami; se quedaría una semana. Pedro ha viajado a Miami más de veinte veces, y cada vez que vuelve, lo hace con la misma gran ilusión. Miami y su aire frivolón le fascinan. Toma nota, decía su correo: sí o sí comer en Prime One Twelve, fijo una tarde entera de Long Islands en el Cheesecake Factory, tres días mall, mall y mall, y el resto panza arriba en la piscina del hotel. Al final del correo había el siguiente post data: me quedo en la playa, por tu casa, en el Fointainebleu. Voy con las maletas vacías para traerlas llenas de cosas, así que si necesitas que te lleve algo me avisas.

Terminé de leer, me lavé los dientes y me metí en la cama. Di vueltas un rato bajo la cobija pensando en Carmona, en Rubén, en Pedro, en su ilusión, en Miami, en llegar. A Miami se llega, en ella no se nace. Julia Turtle, Henry Flagler, John Collins, Carl Fisher, James Deering, George Merrick, Al Capone, la mafia italiana, la mafia cubana, la mafia colombiana, los Cocaine Cowboys, la comunidad cubana, los gays, los Estefan, LeBron James, Dwyane Wade, y los latinoamericanos que a diario dejan atrás sus vidas, llegan a esta ciudad movidos por la ilusión. Quizá, en buena parte, eso sea lo que haya convertido a Miami en lo que es hoy: un contraste de turistas y migrantes, un paralelo entre el mundo rico y el mundo pobre, un limbo entre el orden y la confusión.

La vida, dicen, existe mientras exista la ilusión; entonces, larga vida a Miami.