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Reflexiónes Apátridas

partiré de viaje en seguida / a vivir otras vidas, / a probarme otros nombres, /

a colarme en el traje y la piel / de todos los hombres / que nunca seré.

Joaquín Sabina

Los primeros dos o tres años después de dejar el Perú, para irme a vivir a Miami, me quería regresar a mi país a como diese lugar. Si se me hubiese cruzado un avión por el camino, lo habría abordado sin más trámite y solo con la ropa puesta. Recuerdo que en esa época aún no tenía los papers. Es decir que era ilegal, no podía salir de Estados Unidos —en realidad sí podía hacerlo: lo que no podía era regresar—, y fantaseaba día y noche con el momento en el que pudiera viajar a Lima. Fantaseaba con viajar a mi ciudad cada fin de semana. Fantaseaba con pasar todas mis futuras vacaciones en Lima. El Perú era mi patria, Lima era mi casa, los seres que más había querido y amado estaban ahí. Miami era solo un lugar pasajero en el cual debía reunir una determinada suma de dinero que me permitiese partir a otro lugar. ¿Partir a dónde? No sabía: quizás a Europa, quizás a Nueva York. ¿A hacer qué? Tampoco sabía, o en todo caso no lo tenía claro. Lo único que sí sabía y tenía totalmente claro era que Miami solo era un paradero de tránsito, un lugar pasajero.

En efecto, cuando obtuve los papers, lo primero que hice fue viajar al Perú. Recuerdo que en Lima era verano, febrero. Recuerdo también que comí todos los arroces chaufas, hamburguesas del bembos y helados de lúcuma que no había probado en años. Recuerdo que mis amigos y familiares me demostraron su calidad humana al esforzarse en hacerme sentir como si el tiempo y la distancia no hubieran mermado nuestro cariño. Y recuerdo que en ese viaje a Lima empecé a sentir que algo no estaba bien. ¿Qué cosa? En ese momento no lo sabía pero era algo extraño, porque por ratos ya no quería estar en Lima, y entonces pensaba en Miami, y tampoco quería estar en Miami. Empecé a sentir esas sensaciones extrañas al tercer día, pero el cuarto y el quinto días fueron aun más extrañas e intensas.

El sexto día, a primera hora, abordé el avión de regreso a Miami. Durante el vuelo me aterraba —no sabía por qué— la idea de llegar, y los recuerdos de Lima me revolvían los sentimientos. Pensé por un momento que lo mejor hubiese sido quedarme suspendido en el aire. Pero en fin, luego, cuando llegué a Miami, me quedó esa extraña sensación por unos cuantos días, hasta que se fue.

Después, viajé a Lima durante los siguientes cuatro años. Fui hasta dos veces por año. En el segundo viaje, la extraña sensación volvió, pero como algo más concreto o más intenso o más angustiante: Lima era un inventario de recuerdos que ya debía haber olvidado, y Miami era mandar al olvido lo que debía recordar. Esa vez estuve seis o siete días en Lima —no recuerdo bien ahora— y cuando me fui me sentía mal, muy mal, y pensé que al llegar a Miami, como la vez anterior, después de unos días todo pasaría. Pero no fue así, no pasó.

Quizá durante cinco o seis años viví con la sensación de haber perdido el sentido de pertenencia a algún lugar. De que Lima era un pasado constante y Miami un presente lejano. De que mi lugar estaba en el aire, suspendido en las cinco o seis horas de vuelo entre Lima y Miami. De que mi casa era solo un lugar donde pasaba las noches, al cual me daba lo mismo llegar o no. Hasta pensé que tenía algún síndrome de emigrante, como el de Ulises o algo así, pero no: consulté, busque información, y no, no tenía nada: simplemente estaba hasta las huevas, pero atribuí esa sensación a la explicación más irrefutable —pero a la vez poco fiable— que encontré: “no podía adaptarme al sistema”. En fin…

Hace apenas un año, una tarde, caminaba por la Gran Vía en Madrid. Llevaba varios días fuera de Miami y no me había dado cuenta, hasta esa tarde, de que en ningún momento había tenido esa sensación angustiante de los viajes a Lima. Más bien, por el contrario, cuando era la noche y llegaba al hotel agotado, pensaba que ya no veía las horas de llegar a mi casa, a las escaleritas donde me siento por las tardes a ver la gente pasar, a mi cama, a mis almohadas, a mi sillón donde me siento a tomar Coca Cola Zero y a leer sin recordar que existen los relojes y los calendarios, a las tardes en el café de la 10ª Street y la West Avenue donde escribo ficciones, al barcito de Lincoln Road, a caminar por las aceras rojas de Washington Avenue, a South Beach, a Miami, a mi hogar, a mi sweet home Miami.

Ya pasaron los años, es cierto; Miami es mi nueva casa, también es cierto. ¿Y Lima? ¿Ahora qué es Lima? Lima es una cicatriz bajo la piel que ya no se ve, pero que siempre estará dentro de mí.